Corriendo por los pasillos del hospital mientras los gritos retumbaban el lugar. El miedo poco a poco se apoderaba de mí. Me sentía angustiado, más bien desesperado. Los doctores seguían haciendo su mayor esfuerzo. Al mirar sus rostros sentí un escalofrió extenderse por mi piel, como un toque eléctrico que estremece a un cuerpo inerte. Aún seguían sin decir nada, ninguna respuesta que pudiera calmar mi alma. Estaba cansado, pronto toda esa presión acumulada caería sobre mi cuerpo como una tonelada de plomo. En ese momento supe que no podría mantenerme más en pies, tenía que calmarme, tenía que dormir. Sin embargo, antes que mis ojos se cerrasen, grite:
–Hijo, resiste, no te mueras.
Había pasado una semana y seguía sin superar lo ocurrido. Seguía sintiéndome culpable, de seguro lo era. Mi hijo casi moría y fue por mi imprudencia, aun así, intentaba superarlo. Me aliviaba saber que ahora estaba bien y que poco a poco se había recuperado. Me prometí ser mejor padre desde ahora, y no es que no lo fuera antes, solo necesitaba ser más cuidadoso, más atento.
–¡Papa, despertaste! –dice mi hijo.
Veo la cara sonriente de él y entre sus manos un desayuno casero, si bien lucía extraño, de seguro lo disfrutaría como ninguno.
–Gracias campeón, ¿y a que se debe esta gran sorpresa?
–¿Es que no lo recuerdas? Es tu cumpleaños.
Menuda sorpresa, creo que me había obsesionado tanto con lo sucedido hace una semana que no lo recordaba.
Luego de ese desayuno mi ánimo había comenzado a cambiar. Sentía que era una segunda oportunidad dada por Dios. Sin duda, el mayor regalo era ver a mi hijo sonriendo, saludable, tan lleno de energía como nunca. Necesitaba hacer las cosas distintas, así que llame a la oficina y dije que me ausentaría, luego al colegio de mi hijo avisando lo mismo. Pasaría un día como ninguno, disfrutando del mejor regalo que podía tener: una segunda oportunidad.
–¡Papa, ven, apúrate! –gritaba mi hijo desde lejos.
Habíamos ido al parque, no había terminado de estacionar el auto y él ya estaba corriendo hacia los columpios. Me senté en uno de los bancos cerca de la zona de juego, así podía relajarme de un día libre de trabajo mientras lo miraba jugar. Cerca, escuche las campanas de un carrito de helado, ideal para un día soleado como ese. Compre dos conos pequeños de chocolate, su sabor favorito. Una vez que nos lo terminamos, fui tras él y le di un fuerte abrazo de oso. Su sonrisa es uno de esos detalles de la vida que te hacen sentir orgulloso como padre. Regresé al banco a sentarme mientras lo veía jugar, correr, y reír. No hay palabras para describir lo que sentía.
Había una brisa fresca que me invitaba a descansar. Era como un arrullo, el clima perfecto para dejarme ir en sueños. Llevaba varias noches sin poder dormir plácidamente, las pesadillas de aquel evento no dejaban de repetirse. En cualquier caso, todo era distinto ahora, o eso pensaba. El ambiente comenzó a obscurecer, las visiones de mis pesadillas habían regresado. Esta vez era como una serie de fragmentos sueltos, vistazos sin sentidos. Mi respiración se aceleraba mientras las gotas de sudor caían por mi piel. Era una especie de ataque de pánico que me dejaba helado, me bajaba la tensión y me hiperventilaba. Por más que intentaba moverme, mi cuerpo no respondía, no podía despertar. Al final, un fuerte grito en la lejanía, me hizo volver en sí.
–¡Sam! ¿Sam? ¿Sam? ¿Hijo, dónde estás? –grite sin parar, mi corazón latía como loco mientras me levantaba.
–Aquí papa, ¿qué sucede?
–Nada, disculpa –respondí. Mi cuerpo poco a poco se volvía a tranquilizar–. Solo tuve un mal sueño ¿y tú porque estas tan sucio?
–Es que estaba jugando debajo de los toboganes.
–Mejor regresemos a casa, te cambias la camiseta y nos vamos a almorzar, ¿qué te parece? –Intente sonreír–. Tú decides el lugar, ¿sí?
Estando en casa, fui a buscar la camiseta de Sam mientras él lavaba su cara y colocaba la ropa sucia en el cesto. Al regresar, la camiseta cayó de mis manos. No podía creer lo que veía, mi hijo tenía grandes moretones en todo su cuerpo. Él me miraba fijamente, con la sonrisa de siempre, como si no estuviera pasando nada. Me encontraba en shock. Por más que me lo preguntaba no entendía, en el parque no le había sucedido nada, ¿o sí?
–¿Estas bien? –pregunté angustiado–. ¿Oye? ¿Cómo te golpeaste?
Él me miraba, confundido, como si no tuviera nada de sentido lo que yo decía.
–¿Cómo te paso esto? –repetí. Inmediatamente caí en cuenta, él no había notado ni los moretones, ni las cicatrices. Corrí a examinarlo, pero solo lo estaba asustando más. Le dije que fuera a su habitación un momento, necesitaba calmarme, necesitaba pensar.
Tomé asiento, mis manos temblaban y mi cabeza no dejaba de dar vueltas. Fue inevitable caer de nuevo en ese abismo de pesadillas sin sentido; sin embargo, las visiones comenzaron a cobrar forma, ahora eran más claras. Veía a mi hijo siendo cruelmente golpeado y no podía hacer nada al respecto. Mi respiración se aceleraba, de nuevo no podía gritar ni moverme.
–¿Por qué lo hiciste? –Escuchaba los lamentos de mi hijo–. ¿Acaso ya no me quieres?
Mi cuerpo seguía temblando, las imágenes comenzaban a desordenarse a mi alrededor, como si el mundo me cayera encima.
–¿Por qué padre? –escuché a Sam.
Aún, sin fuerzas, intentaba entender lo que ocurría, pero ya no era posible. Caí fuertemente sobre mis rodillas y una parte del todo logro tomar forma. Frente a mi había una vieja lapida, nada tenía sentido, el grito que había escuchado en el parque la acompañaba. El ruido era tan fuerte que retumbo mis oídos despertándome de golpe.
Me levante rápidamente del sofá secando mi frente. Sabía que esta vez, el sueño, había sido distinto. Corrí hasta la habitación de Sam para comprobar los golpes que tenía minuciosamente, en cambio, solo vi su cuarto desordenado, sin ninguna pista de él. Busqué en mi habitación, en el baño, en el ático y en el estudio, pero no lo encontraba. A decir verdad, ya no estaba en ningún lugar, ni él, ni sus cosas. Desesperado, al regresar a su cuarto, solo vi las paredes blancas, ni un rastro de haber sido habitada por alguien.
¿Quizás aún estaba soñando? ¿Quizás era tan solo otra pesadilla? Recordaba los golpes y cicatrices que tenía Sam, y sin duda coincidía con los lugares que vi en ese sueño. ¿Pero qué significaba? No importaba lo que fuese, necesitaba llegar al final del misterio. De pronto, una tenue luz se posó sobre mi rostro demacrado. La puerta del sótano estaba entreabierta. Al bajar quedé totalmente paralizado, encontré todas las cosas de Sam, algunas envueltas y otras en cajas. Salí corriendo de la casa abatido, solo había un sitio donde podía encontrar la respuesta.
Caminé entre las lápidas buscando aquel horripilante recuerdo. El cementerio nunca se había visto tan lúgubre, solo en mis peores pesadillas. Si había alguna respuesta, sin duda estaría allí. Mientras me iba adentrando, un escalofrío se coló por mi espalda. Los árboles, el panteón, las gárgolas en la cima de la pequeña iglesia, todo coincidía con mis sueños, solo que antes no las asociaba a nada en particular. De pronto tropecé. Había llegado, ese era el sitio que había soñado. Al levantarme mire la lápida. No sabía cómo reaccionar, la tumba era de Sam. Estaba muerto, pero ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Él se había salvado del accidente o tan solo fue un invento de mi mente perturbada?
Mi respiración se entrecortaba, como si me faltara el oxígeno. Me obligué a mirar de nuevo la tumba, tenía que enfrentar la verdad. No obstante, lo que se escondía detrás podía ser mucho peor de lo que podría imaginar. No recordaba el resultado de la operación, ni los detalles del accidente, a decir verdad, no recordaba nada antes de ese día. Sentía que los recuerdos me abandonaban y me dejaban como su habitación, vacío. Mis lágrimas no paraban de caer. Me preguntaba acerca de lo ocurrido, pero no había respuestas, solo un silencio ensordecedor. Sobre mis rodillas volví a observar la lápida, tal cual como la había visto en mis sueños.
–¡Sam! –grite con todas mis fuerzas mientras lloraba. Grite hasta quedarme sin aliento, sin embargo, un nuevo detalle me detuvo en seco. Había algo diferente, algo que no correspondía, ni con el accidente, ni con nada de lo que podría pensar. Solo falto ver eso para despertar, pero no de ningún sueño, sino a la realidad.
–No tengo ningún hijo llamado Sam: yo soy Sam.
Al decir esas palabras, todo se desvaneció y solo quede yo frente a la nada. Nunca tuve un hijo, nunca hubo un accidente. Todo esto fue un escape que yo mismo creé para no enfrentar la realidad. Me llamo Sam, ahora me puedo ver como realmente soy, un niño. En mi cuerpo se encuentran los moretones y cicatrices que ya había visto, y lo peor, estoy muerto. Tenía tan solo siete años de edad cuando mi padre me asesino con sus propias manos. Mi cuerpo se convirtió en cenizas cuando al dejarme, quemo todo incluyendo nuestra casa.
Tal vez nunca podré entender el porqué. No importa cuántas dudas tenga sobre su odio hacia mí o si alguna vez me amó. Ahora solo sé que debo aceptar y afrontar esta realidad, sin escape, sin lamentos, sin segundas oportunidades. Soñé con esto como un anhelo a lo que hubiese deseado, un padre amoroso. Soñé aun después de muerto para no aceptar lo que me perseguirá por toda la eternidad, la cruda realidad.
Espero que hallan disfrutado este corto Relato, y les halla dejado mucho en que pensar, Relatos Grises sera una serie de relatos cortos, destinados, a explorar este mundo de la lectura y escritura, con relatos originales, e inspirados por esta mente inquietante.